EL CANÓDROMO

Alhelí Q. Denise
El canódromo de San Blas tenía los días contados. Eso habían anunciado en la radio, que lo iban a cerrar para construir en su lugar una nueva promoción de viviendas. La noticia me la dio mi madre mientras desayunaba.
—Ya no podrás ir con tu tío los domingos a ver al chucho ese, tendréis que buscaros otro plan —comentó taciturna.
Quise llorar, pero en mi casa estaba mal visto, nada de pucheros, nada de penas, de frente y pa’alante, decía siempre mi madre, una mujer resuelta que se ganaba la vida limpiando y que hablaba lo justo, reía lo justo y me quería lo justo, sin zalamerías ni besos a destiempo.
Al canódromo, enorme, espectacular, acudía gente de todo Madrid y el ambiente era bullicioso y popular. Mi tío conocía a todo el mundo, incluidos los dueños de los galgos y sus adiestradores, que nos dejaban pasar a la zona reservada para ellos.
Mientras él hablaba con unos y otros, yo me entretenía con los perros, adornados ya con el dorsal y el bozal puesto. Así fue como conocí a Brisa. Era un galgo gris, joven, con el pecho moteado de blanco y el pelo lustroso; iba a ser su primera carrera. Trotaba de acá para allá, expectante y desubicado.
Los ojos de los galgos son vidriosos y tiernos, cuando te miran, parecen implorar cariño. Me agaché, pegué mi cabeza a su cuerpo y escuché sus latidos, acelerados. Mi mano se posó con suavidad en la cabeza:
—Ya verás, lo vas a hacer muy bien, tú de frente y pa’adelante —susurré. Su corazón pareció tranquilizarse.
Obligué a mi tío a apostar por el galgo novato y nos sentamos en la grada de siempre. Todo el mundo atento a la salida, momento crucial que desataba la locura, del público, y de los perros, impulsados por su instinto cazador a correr como locos detrás de la falsa liebre. ¡Vamos Brisa, vamos, corre, corre, un poco más! Sí, parecía tener posibilidades, le faltaba el esprint final, decisivo; si apretaba, podría lograrlo.
Ese día no ganó por poco. Pero sí lo hizo al domingo siguiente, y al otro, y al otro, y al otro... Brisa se convirtió pronto en una celebridad, y yo, en su talismán. El dueño decretó, vistos los resultados de mis visitas, que yo fuera la única en rondarle antes de cada carrera. El galgo olfateaba por anticipado mi presencia en el aire, y me recibía cada semana con la misma impaciencia que yo imploraba que los días pasaran rápido hasta al domingo siguiente.
—Eres el mejor, me oyes, el mejor, hoy tienes que correr más que nadie, acuérdate, de frente y pa’alante —le repetía cada vez. Y lo conseguía casi siempre, y yo le jaleaba y le aplaudía feliz y a rabiar desde la grada.
—Pero, si cierran el canódromo, ¿qué va a pasar con Brisa? —me atreví a preguntar a mi madre el último domingo de carreras.
—No lo sé, estoy yo como preocuparme por eso —contestó sin mirarme.
—¿Qué le va a pasar a Brisa? —inquirí también a mi tío mientras enfilábamos hacia el canódromo.
—No lo sé, probablemente se lo vendan a algún cazador o lo sacrifiquen —respondió con aspereza.
Brisa se quedó quieto y muy tenso cuando me vio llegar pálida y sin consuelo. Nos miramos. Empezó a moverse nervioso agitando la cola. Intenté abrazarle, pero se escabulló y corrió hacia su dueño.
—Te van a matar Brisa, te van a matar —alcancé a gritar de rodillas sobre el suelo.
Ocupamos nuestros lugares de siempre. Un silencio agorero suplantaba ese día el griterío, hasta que los altavoces anunciaron uno a uno los nombres de los galgos, que entraron, obedientes, en su compartimento.
Brisa hizo una buena salida y estaba en el pelotón de cabeza, a medio cuerpo de los dos primeros. Media vuelta más y ya había dejado atrás a todos sus contrincantes: qué bonito era, parecía flotar majestuoso y más veloz que nunca, sobre la pista. Ojalá huir con él, correr como él, flotar…
A cincuenta metros de la meta, se desplomó de repente.
—De frente y pa’alante, Brisa, de frente y pa’alante —empecé a aullar fuera de mí.
Renqueante, Brisa se arrastró hasta los matorrales del anillo interior del circuito y allí se quedó, recostado, moribundo.
—Un infarto por el esfuerzo —anunció mi tío—, les pasa a muchos galgos.
Pero yo sabía que esa no era la verdad. Y quise morirme también.
Al llegar a casa, mi madre se encontró a una niña desgreñada, con los ojos hinchados de llorar y la mirada fija en la pared.
—Menos mal que van a cerrar el canódromo —le dije— porque ya no quería ir más.
No me contestó. Luego posó la mano brevemente en mi hombro y lo apretó. Venga, vamos a cenar. Lo hicimos en silencio, como todas las noches.